Los batallones alemanes barrieron Polonia, aldea por aldea, exterminando judíos a la luz del sol o a la luz de los faros de los camiones.
Los soldados, casi todos civiles, funcionarios, obreros, estudiantes, era actores de una tragedia escrita de antemano. Iban a convertirse en verdugos, y podían sufrir vómitos o diarreas. Pero cuando se abría el telón y entraban en escena, actuaban.
En el pueblo de Josefów, en julio del 42, el Batallón Policial de Reserva 101 tuvo su bautismo de fuego contra mil quinientos viejos, mujeres y niños que no ofrecieron la menor resistencia.
El comandante reunió a los soldados, novatos en estas lides, y les dijo que si alguno no se sentía en condiciones de realizar esta taera, podía no hacerla. Bastaba con que diera un paso al frente. El comandante lo dijo, y esperó. Muy pocos dieron el paso.
Las víctimas esperaron la muerte desnudos, acostados boca abajo.
Los soldados les clavaron las bayonetas entre los omoplatos y dispararon todos a la vez.
La bandera de la victoria
Isla de Iwo Jima, volcán Suribachi, febrero de 1945.
Seis marines plantan la bandera de los Estados Unidos en la cumbre del volcán, que acaban de tomar tras un duro combate contra los japoneses.
Esta foto de Joe Rosenthal se convertirá en el símbolo de la patria ictoriosa en esta guerra y en las guerras siguientes, y será multiplicada millones de veces en carteles y sellos de correos y hasta en los bonos del Tesoro.
En realidad, ésta es la segunda bandera del día. La primera, bastante más pequeña y poco adecuada para las imágenes épicas, ha sido plantada unas horas antes, sin ninguna espectacularidad. Y cuando la foto registra el triunfo, esta batalla no ha concluído, sino que recién comienza. Tres de esos seis soldados no regresarán vivos, y siete mil marines más morirán en esta minúscula isla del Pacífico.
Otra bandera de la victoria.
Berlín, Reichstag, mayo de 1945.
Dos soldados plantan la bandera de la Unión Soviética en la cúpula del poder alemán.
Esta foto, de Evgeni Jaldei, retrata el triunfo de la nación que más hijos perdió en la guerra.
La agencia Tass difunde la foto. Pero antes, la corrige. El soldado ruso que tenía dos relojes pasa a tener uno solo. Los guerreros del proletariado no andan saqueando cadáveres.
Un hongo grande como el cielo.
Cielo de Hiroshima, agosto de 1945.
El avión B-29 se llama Enola Gay, como la mamá del piloto.
Enola Gay trae un niño en la barriga. La criatura, llamada Little Boy, mide tres metros y pesa más de cuatro toneladas.
A las ocho y cuarto de la mañana, cae. Demora un minuto en llegar. La explosión aquivale a cuarenta millones de cartuchos de dinamita.
Allí donde Hiroshima era, se alza la nube atómica. Desde la cola del avión, Geroge Caron, fotógrafo militar, dispara su cámara.
Este inmenso, hermoso, hongo blanco, se convierte en el logotipo de cincuenta y cinco empresas de Nueva York y del concurso de Miss Bomba Atómica, en Las Vegas.
En 1970, un cuarto de siglo después, se publican por primera vez algunas fotos de las víctimas de las radiaciones, que eran secreto militar.
En 1995, la Smithsonian Institution anuncia en Washington una gran exposición sobre las explosiones de Hiroshima y Nagasaki.
El gobierno las prohibe.
El otro hongo
Tres días después de Hiroshima, otro avión B-29 sobre Japón.
El regalo que trae, más gordo, se llama Fat Man.
Los expertos quieren probar suerte con el plutonio, después del uranio ensayado en Hiroshima. Un techo de nubes tapa a Kokura, la ciudad elegida. El mal tiempo y el poco combustible dedicen el exterminio de Nagasaki.
Como en Hiroshima, los miles y miles de muertos en Nagasaki son todos civiles. Como en Hiroshima, otros muchos miles morirán después. La era nuclear está amaneciendo y una nueva enfermedad nace, el último grito de la Civilización: el envenenamiento por radiaciones que, después de cada explosión, siguen matando gente por los siglos de los siglos.
No eran héroes de Hollywood
V. Tarasevich argazkilaria, Leningradoko defendatzaileak, 1943 La Unión Soviética puso los muertos.
En eso coinciden todas las estadísticas de la segunda guerra mundial.
En esta guerra, la más sangrienta de la historia, el pueblo que había humillado a Napoleón hizo morder a Hitler el polvo de la derrota. Alto fue el precio: los soviéticos sumaron más de la mitad de todos los muertos de los países aliados y más del doble de todos los muertos del eje enemigo.
Algunos ejemplos, en números redondos:
el cerco de Leningrado mató de hambre a un millón;
la batalla de Stalingrado dejó un tendal de ochocientos mil soviéticos muertos o heridos;
en la defensa de Moscú, cayeron setecientos mil, y seisciento mil en Kursk;
en la toma de Berlín, trescientos mil;
el cruce del río Dnieper cobró cien veces más víctimas que el desembarco de Normandía, pero fue cien veces menos famoso.
Moría una gerra, otras guerras nacían
Vietnam, napalmekin bonbardatua, 1972ko ekainaren 8an. El 8 [de mayo de 1945], desde muy temprano en la mañana, las multitudes inundaron las calles de las ciudades del mundo. Era el fin de la pesadilla universal, al cabo de seis años y cincuenta y cinco millones de muertos.
También Argelia fue una fiesta. Muchos soldados argelinos habían dado la vida por la libertad, la libertad de Francia, en las dos guerras mundiales.
En la ciudad de Sétif, en plena celebración se alzó, antre las banderas triunfantes, la bandera prohibida pro el poder colonial. La enseña verdiblanca, símbolo nacional de Argelia, fue aclamada por la manifestación, y un muchacho argelino llamado Saâl Bouzid cayó, envuelto en ella, acribillado a balazos. La ráfaga lo mató por la espalda.
Y estalló la furia.
En Argelia y en Vietnam y en todas partes.
El fin de la guerra mundial estaba alumbrando el alzamiento de las colonias. Los súbditos, que habían sido carne de cañón en las trincheras europeas, se levantaban contra sus amos.